Hola, mi nombre es Jorge Moya Olcina.
Lo primero de todo, quiero dar las gracias a Cristina y Antonio por ofrecerme la gran oportunidad de escribir en el blog de Colors&Emotions. Así que ¡GRACIAS MILES!
Todo comenzó el pasado mes de mayo cuando me acerqué a esta encantadora floristería del Corazón de Jesús, a la que ya había acudido en otras ocasiones en busca de rosas y gerberas, para comprar esta vez una bonita maceta de orquídeas, cuando al comentarles que me dedicaba a narrar historias, tras publicar una primera novela titulada «El Sol en el Horizonte (El anillo del esclavo judío)», se ofrecieron amablemente a posar con el libro que llevaba encima y después darme la ocasión, como digo, de mostrar mis inquietudes en este espacio.
Después de mucho pensar sobre lo que podría tratar en mi primera entrada, creo que ha llegado la ocasión para hacerlo. Y es que hace unos días me comunicaron que mi relato corto titulado «Adiós, María, Adiós», había sido premiado con el accésit, dentro de la categoría de Adultos, en el IV Concurso de Relatos Cortos del barrio del Raval de Elche. Dichos relatos debían hacer alguna mención a este emblemático barrio la ciudad del Vinalopó, sus lugares, calles o plazas, a personajes reales o ficticios, o a hechos históricos relacionados con él.
Así que sin más preámbulo, os dejo con el relato. Espero que os guste…
Adiós, María, adiós
«Portus Illicitanus.
Día tercero del mes de octubre de 1609.
Amanecer frío, cielo de nubes grises. El lugar comenzaba a llenarse poco a poco de una multitud de personas de todas las edades. Hombres, mujeres y niños que llegaban portando los pocos enseres que habían podido llevar consigo en los últimos tres días. Los más afortunados tiraban de pequeños carros o destartaladas carretas cargando unas cuantas ropas y unos pocos recuerdos de toda una vida, un sencillo ajuar que no ocupaba ni pesaba demasiado. Los más desgraciados, la gran mayoría, caminaban con lo puesto, casi arrastrando los pies, pues habían sido asaltados y ultrajados por bandidos escondidos en los caminos, que les despojaron de sus pocas pertenencias durante el trayecto de ida, sin retorno, desde el barrio del Raval de la villa de Élig —la tierra en la que habían vivido ellos y sus antepasados cientos de años atrás—, hasta ese puerto cercano donde esperaban las galeras de la Corona Real para embarcarlos y llevarlos, expulsados, hasta las costas de Orán.
En ese puerto salida natural de Élig al mar, utilizado desde los antiguos romanos, una compañía de mosqueteros y otra de arcabuceros de los Tercios de Nápoles eran las encargadas de asegurar que aquellos renegados en la Fe, los moriscos, subieran la pasarela de acceso a los imponentes navíos que les llevasen a tierras lejanas. Ya en Orán, según el Edicto y abandonados a su suerte, cada cual debía dirigirse hasta Argel, capital de infieles.
Con el paso de las horas, el día del «Gran Embarque» se fue tornando espléndido sobre el puerto: cielo de un azul intenso, jaspeado por dispersos retazos de algodonadas nubes blancas. El sol iluminaba el lugar con una agradable luz como en los mejores días de fiesta…; pero, en contraste, aquélla era una jornada en la que se mantendrían los grises nubarrones del amanecer en el ánimo y corazón de las cientos —o puede que miles— de personas allí congregadas que esperaban el momento de la partida.
Cristóbal, morisco joven, y María del Carmen, muchacha de padres «cristianos viejos», eran dos de esas personas. Se encontraban, uno frente al otro, a los pies de la escalinata de subida al barco, y la pequeña Marieta, la hija de ambos, de poco más de tres añitos, estaba en medio de ellos cogida a sus ropas. La mujer miraba a Cristóbal con unos ojos que, aun bajo las lágrimas, reflejaban un amor inmenso. Se acaban de besar por enésima vez y el hombre intentó encontrar las palabras adecuadas para la esperanza de María (así la llamaba él):
—No te preocupes, ya verás cómo todo pasa pronto. El Decreto llegará al olvido y podré volver para veros… —decía a su mujer mientras enjugaba delicadamente con sus dedos las perlas transparentes que resbalaban por el rostro de ella hasta la comisura de los labios. María se le echó al cuello desconsoladamente. Él siguió hablando, con un nudo en la garganta—: O, quizá, puede que tus padres os dejen viajar y podáis venir las dos a verme, y así de nuevo estaremos juntos. —Cristóbal miró de soslayo a los progenitores de su mujer, que se encontraban a prudencial distancia, observándoles con aspecto inquisidor: no se fiaban de que, en el último momento, su hija subiese al barco con la nieta de ellos para seguir a aquel yerno amigo de los moros.
Cristóbal se soltó con suavidad de los brazos de María y se agachó para mirar esta vez, a la misma altura, a los ojos de su hija. Ahora fue a él a quien la mirada se le tornó vidriosa. Cubrió las mejillas de aquella carita con sus manos, y dijo con ternura:
—Mi pequeña, mi vida, mi amor…, recuérdame siempre. —De repente sus propias palabras le sonaron a larga despedida. Tragó saliva para continuar—: Recuérdame, como yo lo haré todos, todos —repitió con énfasis— y cada uno de los días que esté fuera. Que sepas que tu papi hará lo imposible para que volvamos a estar juntos. Tu madre, tú y yo. Te quiero con toda mi alma… —Y cogió su ligero cuerpo en un abrazo que quisiera infinito mientras la congoja invadía todo su ser. La niña, aun en su inocente incomprensión de los acontecimientos, correspondió al padre rodeando con los bracitos su cuello, apoyando la cabeza en su hombro.
Entonces, una voz grave y autoritaria les sobresaltó:
—¡Vamos, es el momento. Ha llegado la hora! ¡Todos arriba, a los barcos! —Un soldado, con coraza y alabarda, agarró a Cristóbal del brazo, y con rudeza lo separó de su amada familia, conminándole a que no demorase más el momento y se dirigiera de inmediato a la cubierta de la nave.
Despedidas apresuradas, llantos y desgarradores gritos se hicieron al unísono dueños del ambiente, pues unos muchos se iban y otros pocos se quedaban, separándose familias, cónyuges, padres e hijos, según el caso y condición. Inexplicablemente, o no, también los había quienes cantaban lanzando alabanzas a su Dios, entonando algunos de sus noventa y nueve nombres, pues creían que por fin se dirigían a la tierra de sus ancestros y les esperaría una vida mejor; sin embargo, lo que se iban a encontrar, sin ellos saberlo, sería también la repulsa y desprecio de aquellos otros que consideraban correligionarios suyos en la creencia del Profeta.
Y en toda aquella mezcla de sentimientos, y bajo ese cielo de comienzos de otoño, extrañamente triste y hermoso a la vez, María del Carmen despidió al padre de su hija, a aquel hombre que conoció una tarde en un campo de palmeras de la villa de Elche. Lo conoció mientras él trabajaba como palmerero para el señor de las tierras que conformaban aquel huerto de espléndidos granados, protegido por palmeras circundantes, y ella paseaba por el lugar pensando en sus cosas. De repente, la voz de aviso de un imberbe «tripero» de baja estatura, que a María le pareció casi un niño, advirtió a la muchacha de que tuviese cuidado con la posible caída de dátiles y «cascabotes» desde las alturas. Fue entonces cuando María miró hacia arriba, encontrándose con los profundos ojos castaños de Cristóbal que quedaron enamorados para siempre de los de color verde valle, tan grandes como luna llena, que lo observaban desde abajo, absortos, pertenecientes a una mujer de expresión valiente y decidida.
Él no se lo pensó dos veces y, enganchándose el corbellote a la cintura, descendió a toda prisa desde lo más alto, asegurando lo mejor que pudo sus esparteñas a los escalones naturales de la planta.
Descendió a tierra sólo para presentarse.
Sólo para preguntarle a ella su nombre.
Sólo para ofrecerle su compañía, para caminar tranquilamente y conocerse poco a poco, para confiarse los gustos propios el uno al otro, para mirarse tímidamente a los ojos…
Sólo para comenzar seis meses después, ya casados, juntos a pesar de todo y de todos, un único y hermoso viaje de vida.
María recordó que aquella tarde de otoño cruzarían después bajo el arco del Raval, y pasarían frente a las puertas de la iglesia de San Juan, hasta llegar al interior de la Vila Murada, donde ella vivía en una gran casa noble con sus padres y hermanos. La muchacha sabía que ese barrio del Raval habitado por moriscos se encontraba a un tiro de arcabuz de la calle Corredora «como medida de seguridad, para protegernos de los peligros de esa gente», según le dijo en cierta ocasión su padre. Pero María no entendía por qué debía de guardarse de ese joven amable, de rasgos preciosos y mirada humilde, ni de ese lugar donde, unos meses después, por fin se fueron a vivir felizmente a una acogedora casita, en una pequeña plazoleta, en ese barrio del Raval de mañanas soleadas, tardes pausadas y noches serenas y estrelladas la mayoría de las veces.
De ese recuerdo hacía ya cuatro años, y su hermosa historia compartida con Cristóbal parecía abocada a truncarse sin remedio, ajena a sus deseos, en esa mañana de principios de octubre.
María volvió a la triste realidad en un suspiro, procurando ahora con todas sus fuerzas que el recuerdo último que guardase su hombre fuera la hermosa sonrisa de la mujer que le decía, que le pedía, que le rogaba:
—Regresa pronto, por favor… Adiós, Cristóbal, adiós mi amor. Que Dios te guarde, Aquel de tu religión o de la mía, que al fin y al cabo vendrá a ser el mismo.
—Adiós, María, adiós. Adiós, mi pequeña Marieta… —Y antes de que se le formara un nudo en la garganta que le impidiese pronunciar palabra alguna, con la barbilla estremecida, les prometió—: Nos veremos cuanto antes, no lo olvidéis.
Cristóbal se echó el petate al hombro, se giró sintiendo que el alma se le desgarraba, y subió la pasarela, obligándose a no volver la vista atrás.»

El autor recibiendo el galardón